lunes, 12 de febrero de 2018

La Horda, Vicente Blasco Ibáñez

Vicente Blasco Ibáñez
La Horda
Capítulo VI

 
Un domingo por la mañana, Isidro y Feli bajaron al Rastro...

... Después avanzaron los dos cuesta abajo, en el infernal estrépito del Rastro.
Abríase ante ellos la Ribera de Curtidores, con su declive tan rudo, que las últimas casas tienen sus tejados al nivel del arranque de la calle. Por encima de las cubiertas de las Américas veía Feli la ondulación de los cerros amarillentos, la llanura castellana, de suaves hinchazones, con su sequedad que acusa los objetos a luengas distancias.
Así como descendieron por la Ribera de Curtidores, se achicó el panorama, fue hundiéndose, hasta ocultarse detrás de los tejados de los almacenes que cerraban el fondo de la calle. A ambos lados, bajo toldos de lienzo blanco o de sacos obscuros, estaban los puestos de los chamarileros tradicionales, que viven todo el año en el Rastro.
En el suelo, sobre viejas lonas, esparcíanse los más heterogéneos objetos: espadas con fundas de terciopelo que habían servido en los teatros, machetes cubanos, sables corvos de la Milicia Nacional, loza desportillada, saleros rotos, vasos de porcelana remendados con groseras lañas, viejas litografías de vidrios empolvados representando las desdichas de Atala o las hazañas de Hernán Cortés, lienzos embetunados, en cuya negrura distinguíase una pincelada roja que era una pierna, una mancha amarilla que era una calva.
Los palos que sostenían los sombrajos estaban unidos por cuerdas, y pendientes de ellas se balanceaban uniformes de soldados, viejas levitas, pantalones roídos por el roce, sobrefaldas de gasa que habían sido de moda treinta años antes, sayas que olían a humedad y a polvo, delatando el olvido en los cofres de algún desván.
Otros puestos eran de géneros nuevos, y los vendedores, en vez de permanecer inmóviles, con moruna pasividad, esperando la pregunta del comprador, agitábanse pregonando la baratura de las mercancías, anunciando su procedencia de famosas quiebras. Eran los sobrantes de la elegancia, los desperdicios del capricho femenil: abalorios que ya no se usaban en los vestidos, guirnaldas de flores para los sombreros, blondas y puntillas amarillentas, envejecido todo ello por la moda antes de ser aprovechado. En otros puestos se exhibían viejos telescopios, cornetines, cartucheras de agrietado cuero, sillas de montar, y entre las ropas mugrientas asomaban, como una primavera moribunda, las pálidas rosas de alguna casulla.
Por el centro de la calle pasaban los vendedores ambulantes con grandes cestos de quincalla, pregonando las piezas a real, desde la palmatoria al cepillo y el juego de peines. Eran golfos de poderosos pulmones, que para atraer al público se agitaban como epilépticos, corriendo en torno de su puesto, manoteando, exhibiendo sus artículos, entregándolos a ciertos compinches que se fingían compradores para impulsar a la gente reacia.
—¡Aquí! ¡al tío que se ha vuelto loco y todo lo regala!—gritaba uno con voz de trueno.
—¡Lleven y compren!—mugía otro—. ¡Aire!... ¡Marchen, marchen!....

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